Largo tiempo
hace que algunas personas empezaron a percibir detalles extraños en la conducta
de sus semejantes. Esto no lo digo yo, estaba registrado en libros considerados
demasiado instructivos para ser leídos, cuyas cenizas nos han llegado en
perfecto estado. Los antiguos, llamados así en un alarde de rigor histórico,
dieron nombre a estos detalles: Los pesos invisibles. Ellos los describían como
un conjunto de señales físicas que eran capaces de mostrar los sentimientos reales
de una persona. Gestos, rasgos, movimientos que ponían a la vista el verdadero
estado de ánimo de alguien. Bueno, a la vista de quien quisiera pararse a
observar. En eso insistían mucho, los antiguos, en prestar atención.
Lo bueno es
que, con el paso de los siglos, hemos ido despreciando el conocimiento
procedente de épocas pasadas y las incómodas reflexiones que conlleva. Y, además,
hemos perfeccionado hasta límites extraordinarios nuestra capacidad facial de
simulación, con el objetivo de mostrar luces a costa de ocultar sombras. Sobre
nuestro nivel actual de reparar en los demás, prefiero no hacer leña del árbol caído.
Sin embargo, si uno se esfuerza, puede captar las señales. Una sonrisa que no
alcanza los ojos, una mirada desviada en el momento preciso, el giro inesperado
en una conversación al tocar cierto tema.
Por otro
lado, los pesos son invisibles, sí, pero su condición visual no tiene que ver
con su carácter. No todos son negativos. Ejemplos de ello son los suspiros con
los que dejamos escapar toda la tensión que se nos acumula dentro, las risas
contenidas que explotan de golpe, los abrazos que barren a las palabras cuando
éstas pierden su razón de ser, la noche en la que se ama como si el mundo se fuera
a partir por la mitad en unas horas.
Des-ahogos.
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