miércoles, 12 de diciembre de 2012


Largo tiempo hace que algunas personas empezaron a percibir detalles extraños en la conducta de sus semejantes. Esto no lo digo yo, estaba registrado en libros considerados demasiado instructivos para ser leídos, cuyas cenizas nos han llegado en perfecto estado. Los antiguos, llamados así en un alarde de rigor histórico, dieron nombre a estos detalles: Los pesos invisibles. Ellos los describían como un conjunto de señales físicas que eran capaces de mostrar los sentimientos reales de una persona. Gestos, rasgos, movimientos que ponían a la vista el verdadero estado de ánimo de alguien. Bueno, a la vista de quien quisiera pararse a observar. En eso insistían mucho, los antiguos, en prestar atención.

Lo bueno es que, con el paso de los siglos, hemos ido despreciando el conocimiento procedente de épocas pasadas y las incómodas reflexiones que conlleva. Y, además, hemos perfeccionado hasta límites extraordinarios nuestra capacidad facial de simulación, con el objetivo de mostrar luces a costa de ocultar sombras. Sobre nuestro nivel actual de reparar en los demás, prefiero no hacer leña del árbol caído. Sin embargo, si uno se esfuerza, puede captar las señales. Una sonrisa que no alcanza los ojos, una mirada desviada en el momento preciso, el giro inesperado en una conversación al tocar cierto tema.

Por otro lado, los pesos son invisibles, sí, pero su condición visual no tiene que ver con su carácter. No todos son negativos. Ejemplos de ello son los suspiros con los que dejamos escapar toda la tensión que se nos acumula dentro, las risas contenidas que explotan de golpe, los abrazos que barren a las palabras cuando éstas pierden su razón de ser, la noche en la que se ama como si el mundo se fuera a partir por la mitad en unas horas.

Des-ahogos. 

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