jueves, 17 de enero de 2013


"Yo vi una vez a un respetable magistrado, una persona honorable, como dicen de sí mismos los hombres de mundo, uno de esos individuos cuya seriedad artificial resulta siempre imponente, que, en el momento de comenzar a hacerle efecto el hachís, se puso de pronto a bailar el cancán más indecoroso"
                                               (Los paraísos artificiales. Charles Baudelaire)


Lo cierto es que, si Germán hubiera sabido que uno de los efectos de esta droga era ese y, quizá, si el estilo de baile hubiera sido algo más actual, le habría concedido algo más de tiempo en su estudio. El estudio de las adicciones. Bien, a decir verdad, lo que hacía no era un estudio propiamente dicho, entendido, por ejemplo, como algo que una distinguida personalidad encabezaría con su nombre y por el cual recibiría todo tipo de alabanzas públicas y elogios económicos que, en ningún caso, serían compartidos con los creadores reales de dicho estudio.

No. Lo de Germán no era eso. Era más bien una búsqueda desesperada, llena de necesidad, angustia, confusión y ansias. Ansias de reconocimiento. Y ansias de destrucción. De autodestrucción, principalmente. Porque lo que deseaba con todas sus fuerzas era ser consumido por pensamientos y comportamientos adictivos. No por simples hábitos o influencias sino por dependencias que trajeran consigo consecuencias en su vida real y en sus relaciones sociales. Así, en su opinión, sería posible que, de una vez por todas, hubiera algo de real en su vida real y algo de social en sus relaciones sociales.

De esta forma, se convirtió en un fumador, bebedor y follador empedernido. Fueron sus primeros pasos. Aprendió a interpretar todo tipo de rituales y prácticas tribales. Como el producido por el sistema de alerta neuroquímica que avisa, de forma instantánea, del momento justo para fumarse un cigarro en grupo; algo que, desde hace un tiempo, le estaba costando demasiados resfriados. O aquel por el cual es estrictamente necesario desconfiar en extremo de aquellas personas que no comparten la adicción en cuestión, como aquellos seres raros que no beben en una celebración o reunión, o incluso por norma general. Sin embargo, de entre todas, había una de estas actitudes que le parecía especialmente curiosa. Era el hecho de esforzarse, ritualmente hablando, por evitar la incomodidad de afrontar, o siquiera cuestionar, los propios problemas personales, incluso reforzando la negación de que se tiene alguno. Algo bastante sorprendente, ya que Germán estaba harto de observar como sucedía lo contrario cuando había bastante alcohol de por medio o después de una buena sesión de sexo.

Más tarde, centró su atención en mentir y robar, lo que le proporcionó no pocas satisfacciones inmediatas. Pero pronto se dio cuenta de que, en ambos casos, esos buenos resultados siempre iban asociados con un aumento del dolor y la tristeza en las vidas de los afectados. Así que lo dejó, no sin antes preguntarse cómo los expertos en estas materias, a saber: políticos y banqueros, podían dedicarse profesionalmente a ellas.

Tras esto, intentó un acercamiento a adicciones más modernas. Compró de forma compulsiva, concretamente objetos electrónicos. Vio y disfrutó de enormes cantidades de pornografía. Y se hizo socio de un equipo de fútbol. De todo ello, extrajo una conclusión principal: el nivel de aceptación social de la conducta adictiva es inversamente proporcional a los remordimientos que produce. Es decir, comprobó, por ejemplo, cómo se podía justificar hasta el extremo el hecho de gastar, en objetos no necesarios, una parte bastante grande del presupuesto mensual dedicado a cosas importantes, con el sólido argumento, a todas luces razonable, de su utilidad real en la vida cotidiana; o cómo alguien, y esto sí que consiguió dejar atónito a Germán, independientemente de su nivel social, cultural o intelectual, podía transformar su carácter, su forma de pensar y expresarse, e incluso su apariencia física, cuando presenciaba un partido de su equipo de fútbol. A esto último, él asistió una tarde gloriosa, en la que una mujer de avanzada edad, con un libro grueso sobre el regazo junto a su bolso de piel de primera calidad, gritaba enérgicamente, acordándose de los familiares fallecidos y de la madre de uno de los jugadores del equipo contrario. Todo esto, teniendo en el asiento contiguo a un niño de unos ocho años, que parecía no acabar de comprender la situación.

Y mira por donde que, después de tantos vaivenes físicos, psíquicos y toxicológicos, una noche de embriaguez absoluta le aconteció un instante de clarividencia sin precedentes, mientras observaba absorto su teléfono móvil, inmóvil en su mano. Cayó en la cuenta de que su verdadera adicción eran las personas. Una, en concreto. Alguien que le provocaba cada uno de los síntomas, síndromes y comportamientos que había experimentado por separado durante años, pero todos juntos y a la vez. Para Germán, la sensación de relacionarse con esta persona era similar a atracar en un puerto fantástico, acogedor pero desierto, que estuviera permanentemente rodeado por una tormenta espantosa de realidad. Y aislado de ella. Un lugar en el que, por otra parte, sabía que nunca podía estar mucho tiempo, porque allí no había nada más que un alguien imaginado que dejó de existir hace mucho. Porque, a fin de cuentas, lo real era el caos tempestuoso que había alrededor, no eso.

Y sin embargo, volvía. Volvía a refugiarse allí una vez tras otra. Como buen adicto.

lunes, 17 de diciembre de 2012


Es su lugar de encuentro. De ellos y de nadie más. Lo era cuando el hombre necesitó al chico y lo siguió siendo después de que ocurriera todo, cuando el chico necesitó al hombre. Un lugar sobre la ciudad, por encima de ella, en la cumbre de la catedral, noche tras noche. Ellos solos. Y la gárgola. La gárgola de piedra junto a la que suelen apoyarse y que, a estas alturas, inexplicablemente, aún no ha estallado en pedazos por todo lo que ha escuchado durante tanto tiempo.

Sin embargo, esta noche, el hombre percibe algo diferente al llegar el chico. Él siempre es el primero en llegar. Le gusta tener un rato a solas para no pensar. Enciende un cigarro y tarda mucho en acabarlo, mientras despeja la mente de sus propios problemas diarios para albergar, en su lugar, los que el chico comparta con él. Primero, oye sus pasos rápidos al subir los últimos peldaños de la escalera y luego ve su cara mientras se acerca. Durante un breve momento observa sus ojos y su expresión, y presta atención a la forma en que le saluda. Así, se hace una idea de cómo se encuentra su peso invisible.

Pero esta noche es distinta. Lo siente de una forma aún irracional. Los pasos del chico son un instante más lentos. Su cara, que apenas alza hacia él, está contraída en una mueca forzada. Y sus ojos… En sus ojos no puede ver nada. Hacía mucho tiempo que todo esto no pasaba, piensa el hombre. Eso le asusta, porque sabe lo que significa. El chico deja una mochila grande apoyada en el arco de granito y se acerca más a él. No le saluda. No habla.

-  Hace una noche bastante buena para esta época del año, ¿no crees? – se arriesga a decir el hombre.
- ¿Sabes por qué ninguno de los de ahí abajo recordaría mi nombre, al cabo de unos días, si ahora mismo me dejase caer para reventarme contra el suelo?
- Si eso llegase a ocurrir, cosa que lamentaría horrores, dudo mucho que alguien en esta ciudad no recordase tu nombre después – intenta bromear el hombre, que comienza a tener claro lo que va a pasar.
- No lo harían porque no les afecta. Porque no les importaría más allá de unos pocos segundos de pesar, durante los cuales, es posible que sus caras adquirieran un gesto dramático muy honrado, a la vez que sus mentes pensarían en las tareas del día siguiente. Incluso, podría darse el caso extraordinario de que hicieran partícipes de lo ocurrido a sus conocidos, los cuales mostrarían los mismos signos de pesar, drama y honradez, eso sí, disminuyendo la intensidad de los sentimientos y aumentando la rapidez de desconexión hacia el hecho.
- No estoy en absoluto de acuerdo con lo que dices. Hay personas que sí se preocupan realmente de sus semejantes – pero ya no está convencido. Sabe lo que hará el chico y no puede evitarlo. No quiere hacerlo.
- Si aún piensas así después de lo que has vivido… quizá tú deberías ser el chico y yo el hombre.

El chico lo mira detenidamente una última vez. Después, agarra la pesada mochila y se marcha. Con unos pasos que hubiera deseado más rápidos. Como eran antes. Antes de que todo volviera a ocurrir.

miércoles, 12 de diciembre de 2012


Largo tiempo hace que algunas personas empezaron a percibir detalles extraños en la conducta de sus semejantes. Esto no lo digo yo, estaba registrado en libros considerados demasiado instructivos para ser leídos, cuyas cenizas nos han llegado en perfecto estado. Los antiguos, llamados así en un alarde de rigor histórico, dieron nombre a estos detalles: Los pesos invisibles. Ellos los describían como un conjunto de señales físicas que eran capaces de mostrar los sentimientos reales de una persona. Gestos, rasgos, movimientos que ponían a la vista el verdadero estado de ánimo de alguien. Bueno, a la vista de quien quisiera pararse a observar. En eso insistían mucho, los antiguos, en prestar atención.

Lo bueno es que, con el paso de los siglos, hemos ido despreciando el conocimiento procedente de épocas pasadas y las incómodas reflexiones que conlleva. Y, además, hemos perfeccionado hasta límites extraordinarios nuestra capacidad facial de simulación, con el objetivo de mostrar luces a costa de ocultar sombras. Sobre nuestro nivel actual de reparar en los demás, prefiero no hacer leña del árbol caído. Sin embargo, si uno se esfuerza, puede captar las señales. Una sonrisa que no alcanza los ojos, una mirada desviada en el momento preciso, el giro inesperado en una conversación al tocar cierto tema.

Por otro lado, los pesos son invisibles, sí, pero su condición visual no tiene que ver con su carácter. No todos son negativos. Ejemplos de ello son los suspiros con los que dejamos escapar toda la tensión que se nos acumula dentro, las risas contenidas que explotan de golpe, los abrazos que barren a las palabras cuando éstas pierden su razón de ser, la noche en la que se ama como si el mundo se fuera a partir por la mitad en unas horas.

Des-ahogos. 

Los comienzos siempre son difíciles. Esta frase la hemos oído casi todos alguna vez en nuestra vida, generalmente asociada a un principio en el que algo nos ha ido mal cuando no debería haber sido así. También tenemos lo de empezar con buen pié. O con el pie derecho, si bien es verdad que no es mi intención meterme en política tan pronto. Incluso tenemos la certeza absoluta de que la primera impresión es la que cuenta. En cualquier caso, parece que le concedemos bastante importancia a cómo se empieza algo.

A mí no me importa mucho como comenzar con esto. Me temo que no voy a seguir las leyes de los que saben: diseño atractivo, información valiosa, actualización constante, captación de seguidores, etc. No soy un experto en el diseño de blogs, lo cual salta a la vista. Mi información, si es que puedo darle ese nombre dudoso, muy posiblemente, no sea valiosa más que para mí mismo y, quizá, para algunas pocas personas con demasiado tiempo libre para perderlo leyéndome. En cuanto a la actualización y los seguidores, no tengo la suerte de contar aún con un gran grupo de aficionados que difundan mi palabra a través de las redes sociales, por lo que nadie me apremia para que publique con amenazas veladas.

Si creo que no tengo nada que decir o que lo que digo no tiene la calidad suficiente para aportar un nuevo punto de vista sobre algo, no seguiré con esto. Hay demasiados escritores, perdón, personas que escriben. Para los diferentes diarios o por ellos. Porque quieren hacerlo o porque ganan dinero haciéndolo. El mercado es amplio, podemos elegir ideología y temática.

De momento, quiero escribir sobre algo. Sobre los pesos invisibles.